El breve texto del Evangelio de este Domingo nos relata la escena de la Última Cena según el Evangelio de Marcos. A pesar de esa brevedad, se nos dicen muchas cosas que es imposible agotar. Pero notemos que esa Cena tenía algunas características que la hacen muy importante para nosotros que cada Domingo compartimos la Santa Misa.
En primer lugar, la Última Cena es un hecho envuelto en el Misterio: parece que todo estuviera misteriosamente preparado cuando el Señor envía a sus discípulos a disponer las cosas. Alguien se ha ocupado de lo principal, los discípulos sólo tienen que terminar los detalles. Así es en cada Misa, queridos hermanos: la Misa no es, principalmente, algo que nosotros hacemos; la Misa es algo que Dios hace. Él se ocupa, Él dispone, Él prepara y nosotros participamos de la mejor manera: leyendo, cantando, rezando, haciendo silencio, nos paramos, nos arrodillamos, etc. Pero siempre conscientes de que hay alguien que nos ha preparado la mejor comida sin la cual la vida cristiana se hace imposible. Por eso la Iglesia llama a la Misa y a la celebración de los demás sacramentos “obra de Dios”. Por eso también la mejor disposición para celebrar la Misa es la de alabanza, adoración y agradecimiento porque Dios se ocupa tanto de nosotros.
En segundo lugar, la Última Cena no es una comida más: el Evangelio nos da detalles que muestran que es una verdadera fiesta: hay buena comida, buena bebida, como en las fiestas judías de aquel tiempo, una sala grande y hasta almohadones, es decir, comodidad para que los invitados se sientan bien. La Misa no puede ser una tortura, aunque a veces las homilías lo sean: en la Misa estamos llamados a descubrir la alegría de saber alabar al Señor, saber cantarle, aunque desafinemos, porque el coro disimula nuestros errores. Saber disfrutar de la Palabra de Dios, saber descubrir su sabor. Saber alegrarnos, también, de ver a tantos cristianos alrededor nuestro que viven la misma fe. Personalmente, les digo que celebrar la Misa en Domingo siempre alienta mi propia fe al ver la fe de ustedes.
En tercer lugar, la Última Cena es una cena judía y, al mismo tiempo, Cristo es su centro. Es decir: es plenamente cristiana con unas formas y un ropaje muy antiguo, enraizado en la piedad del pueblo de Israel. La primera lectura nos muestra la importancia que los sacrificios de animales tenían para el creyente de Israel. La sangre de esos animales simbolizaba la purificación de los pecados que el pueblo necesitaba y la alianza con su Dios. Pero en la Última Cena ya no hay sacrificios de animales, ya no hay templo en el que realizar los sacrificios, ya no hay altar donde ofrecerlos a Dios. Quedan sólo los símbolos del pan y vino y en ellos, en el centro de la Cena, Cristo. Cristo, de ahora en adelante, es el sacrificio, es el cordero inmolado que “quita los pecados del mundo”, nuestros pecados. Cristo es también el templo, que aunque sea destruido, en tres días será reconstruido. Y Cristo es también el altar en el que nosotros nos hacemos ofrenda junto con Él y participamos de la alianza nueva preparada desde tan antiguo.
Por último, están las palabras: “Tomen, esto es mi cuerpo. Tomen, esta es mi sangre”. Las palabras centrales de la Última Cena son la clave de esta fiesta del Corpus Christi porque en ellas se habla de la presencia: el Señor no sólo ha querido sellar entre nosotros y el Padre una alianza eterna, no sólo ha querido alimentarnos con la Eucaristía para que podamos vivir las exigencias de esa alianza, no sólo se nos ha entregado como cordero inocente para perdonar nuestros pecados, también ha querido quedarse con nosotros hasta el fin del mundo en el Misterio del pan consagrado. En este día y cada Domingo, Démosle gracias, alabémoslo y adorémoslo.
Don Juan Carlos
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