DOMINGO 11º DURANTE EL AÑO
Seguramente todos hemos estudiado en la escuela cómo crecen las plantas. Cómo la semilla germina y produce tallo, luego flor y luego el fruto. Sabemos que hay explicaciones científicas para esos procedimientos de la naturaleza y, al menos hasta cierto punto, comprendemos esas explicaciones.
Esa comprensión y los más o menos importantes conocimientos de las ciencias naturales no nos impiden, sin embargo, maravillarnos con una primavera como la que estamos viviendo: luego del frío, la nieve, la lluvia y las nubes, las plantas y los árboles parecen estallar con la vida que les viene de dentro y eso nos asombra y nos conmueve. Y, por supuesto, tratamos de disfrutarlo paseando y contemplando los paisajes.
Hace dos mil años no había tantos conocimientos científicos como ahora, pero las mujeres y los hombres se maravillaban y asombraban de la misma manera que nosotros, y quizás más, frente a los cambios en las plantas y en la naturaleza. Jesús nos invita hoy a que ese mismo asombro lo enfoquemos hacia los cambios que Dios produce en la historia de los hombres. “Sin que nosotros sepamos cómo”, de acuerdo con lo que dice el Evangelio de hoy, el Reino de Dios crece. Todo el tiempo. ¡Incluso mientras dormimos! En este sentido, es bueno recordar que al pueblo de Israel se le pedía que amara a Dios “acostado y levantado”: Jesús, que no retira de nosotros este mandamiento, nos asegura que Dios nos ama, es decir, construye su Reino en medio de nosotros mientras nosotros dormimos o estamos levantados.
El Evangelio usa además una palabra griega que se usa hoy día en muchos idiomas: automate. Decimos que algo es automático cuando puede moverse por sí mismo. Y estamos rodeados de cosas automáticas: el otro día vi incluso un señor que fumaba plácidamente mientras una máquina parecida a un ratón grande cortaba el césped automáticamente. Cuando usamos cosas automáticas nos sentimos más cómodos y descansados. Quizás algo de estos sentimientos deberíamos tener sabiendo que el Reino crece automáticamente, por sí solo, sin que nosotros tengamos que ponerlo en marcha ni echarle combustible ni orientar su acción. Todo esto lo hace Dios que es motor, fuerza y guía del Reino porque es su Reino, no el nuestro. Como decimos en el Padre Nuestro: Venga a nosotros tu reino.
Queda una pregunta que seguramente muchos de ustedes tendrán ganas de hacer: entonces, si el Reino es de Dios, si Dios Padre lo mueve y lo orienta y lo va haciendo presente en el mundo, ¿no tenemos que hacer nada? Buena pregunta. Y cada uno tendrá que pensarla. Por mi parte, como siempre, digo algo, no todo, obviamente.
Tengamos en cuenta que en tiempos de Jesús muchos de sus compatriotas pensaban, sobre todo los fariseos y bastantes escribas, que el Reino de Dios dependía de que ellos se portaran bien y fueran fieles a la Ley. Su imagen de Dios quizás se asemejaba a la de un padre enojado que ya no puede contar con la mayoría de sus hijos y que ya no tiene mucho más que hacer que terminar con este malvado mundo. Ellos se sentían los únicos que podían salvar el mundo, se sentían el hijo fiel que adelanta la venida del Reino de Dios. Había algo o mucho de soberbia en esa mirada, pero una soberbia que terminaba en cansancio: sentían que tenían que asumir la salvación del mundo y eso es demasiado pesado y cansador.
Sabemos que Jesús no sólo no pensaba como ellos, sino que terminó siendo su más serio adversario. Dios no está enojado. Puede que muchos de sus hijos no estemos haciendo las cosas bien. Pero él sigue actuando poderosamente en el mundo trayendo a él su Reino. Para poder participar de su Reino nuestro compromiso consiste antes que nada en asombrarnos y maravillarnos de la obra de Dios. Sobre ese asombro y la alegría que nos provoca la certeza de que Dios actúa entonces podemos edificar nuestra propia morada en el Reino que Dios día a día nos regala.
Don Juan Carlos
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