QUINTO DOMINGO DE PASCUA
Juan 15,1-8
Cuando se trata de expresar amor, es tradicional recurrir a la poesía o a la música. Es que el amor es un misterio difícil de explicar y expresar y por eso necesita de palabras bien elegidas, comparaciones y relatos que nos hagan entender o al menos comunicar algo de ese misterio.
El Reino de Dios, o sea, el mundo como Dios lo ve y quiere ver, las cosas de Dios, la vida de Jesús, la muerte de Jesús, la vida del cristiano, todo esto tiene que ver con el amor. Por eso, para hablar de todas estas cosas, Jesús usó comparaciones, parábolas, algunas de ellas sumamente poéticas, a veces dramáticas, a veces divertidas, pero siempre hermosas, bien hechas, bien pensadas. A través de estas comparaciones y parábolas podemos entender, pero, sobre todo, comprometernos con lo que Jesús nos está diciendo.
El Evangelio de este Domingo está tomado de las palabras que Jesús dijo en la última cena. Por lo tanto, son palabras solemnes, importantes, decisivas. En la última cena Jesús quería hablar del misterio de la Iglesia. Por eso empieza diciendo: “Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador”. Para hablar de la Iglesia Jesús no se refiere a lo que nosotros entendemos por una organización, a unos edificios, a una institución; no habla de cosas, medios económicos, determinadas actividades, liturgia, catequesis, reuniones para resolver problemas; no habla de jefes ni de funciones ni de tareas y responsabilidades.
Porque Jesús está hablando de un misterio muy grande, Jesús va a lo más esencial, a aquello que no puede dejar de tenerse en cuenta. Entonces dice: “Yo soy la vid, ustedes son las ramas. El que permanece en mí, y Yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer”. Así de sencillo y de profundo es, al mismo tiempo, pertenecer a la Iglesia. Esto es lo más esencial en la vida de la Iglesia. Todo lo demás es necesario, pero no es más importante que esto que Jesús dice.
Pensemos en el misterio tan simple que se encierra en cualquier árbol: una rama caída, ya del todo seca quizás. Imposible que tenga vida. ¿Cómo podría, sin recibir del tronco, todo lo necesario para dar hojas y frutos? Sencillo y misterioso al mismo tiempo si lo pensamos referido a la Iglesia.
Eso es el cristiano: una rama que recibe todo de su amado Jesús. Eso es la Iglesia: Jesús y los suyos, sus queridos discípulos, unidos de por vida de tal manera que, “separados” de Jesús, nada podemos hacer. “Separados de mí, ustedes nada pueden hacer”. Y así es Dios Padre: tan atento, sereno y cuidadoso como un buen jardinero que ama sus plantas y las trata con sus propias manos. Hermoso y misterioso: Dios nos toca, a lo largo de nuestra vida, con sus propias manos.
Jesús nuestro Señor pudo hacer las cosas de otra manera. Él pudo “mantener las distancias”. Jesús pudo perfectamente decirnos que somos importantes, pero sin necesidad de ser cercano a cada uno de nosotros. Pero no, Él quiso que no existiera distancia que nos separara de Él. Jesús quiso intimidad, tanta como la hay entre el tronco y sus ramas. Jesús quiso una perfecta comunicación en la que todo lo podamos recibir de Él, todo lo necesario para que nuestra vida cristiana sea feliz, plena, llena de vida y por la cual podamos dar mucho fruto. Por eso nos ha dicho: “Yo soy la vid, ustedes son las ramas. El que permanece en mí, y Yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer”.
Cuando se trata de expresar amor, es tradicional recurrir a la poesía o a la música. Es que el amor es un misterio difícil de explicar y expresar y por eso necesita de palabras bien elegidas, comparaciones y relatos que nos hagan entender o al menos comunicar algo de ese misterio.
El Reino de Dios, o sea, el mundo como Dios lo ve y quiere ver, las cosas de Dios, la vida de Jesús, la muerte de Jesús, la vida del cristiano, todo esto tiene que ver con el amor. Por eso, para hablar de todas estas cosas, Jesús usó comparaciones, parábolas, algunas de ellas sumamente poéticas, a veces dramáticas, a veces divertidas, pero siempre hermosas, bien hechas, bien pensadas. A través de estas comparaciones y parábolas podemos entender, pero, sobre todo, comprometernos con lo que Jesús nos está diciendo.
El Evangelio de este Domingo está tomado de las palabras que Jesús dijo en la última cena. Por lo tanto, son palabras solemnes, importantes, decisivas. En la última cena Jesús quería hablar del misterio de la Iglesia. Por eso empieza diciendo: “Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador”. Para hablar de la Iglesia Jesús no se refiere a lo que nosotros entendemos por una organización, a unos edificios, a una institución; no habla de cosas, medios económicos, determinadas actividades, liturgia, catequesis, reuniones para resolver problemas; no habla de jefes ni de funciones ni de tareas y responsabilidades.
Porque Jesús está hablando de un misterio muy grande, Jesús va a lo más esencial, a aquello que no puede dejar de tenerse en cuenta. Entonces dice: “Yo soy la vid, ustedes son las ramas. El que permanece en mí, y Yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer”. Así de sencillo y de profundo es, al mismo tiempo, pertenecer a la Iglesia. Esto es lo más esencial en la vida de la Iglesia. Todo lo demás es necesario, pero no es más importante que esto que Jesús dice.
Pensemos en el misterio tan simple que se encierra en cualquier árbol: una rama caída, ya del todo seca quizás. Imposible que tenga vida. ¿Cómo podría, sin recibir del tronco, todo lo necesario para dar hojas y frutos? Sencillo y misterioso al mismo tiempo si lo pensamos referido a la Iglesia.
Eso es el cristiano: una rama que recibe todo de su amado Jesús. Eso es la Iglesia: Jesús y los suyos, sus queridos discípulos, unidos de por vida de tal manera que, “separados” de Jesús, nada podemos hacer. “Separados de mí, ustedes nada pueden hacer”. Y así es Dios Padre: tan atento, sereno y cuidadoso como un buen jardinero que ama sus plantas y las trata con sus propias manos. Hermoso y misterioso: Dios nos toca, a lo largo de nuestra vida, con sus propias manos.
Jesús nuestro Señor pudo hacer las cosas de otra manera. Él pudo “mantener las distancias”. Jesús pudo perfectamente decirnos que somos importantes, pero sin necesidad de ser cercano a cada uno de nosotros. Pero no, Él quiso que no existiera distancia que nos separara de Él. Jesús quiso intimidad, tanta como la hay entre el tronco y sus ramas. Jesús quiso una perfecta comunicación en la que todo lo podamos recibir de Él, todo lo necesario para que nuestra vida cristiana sea feliz, plena, llena de vida y por la cual podamos dar mucho fruto. Por eso nos ha dicho: “Yo soy la vid, ustedes son las ramas. El que permanece en mí, y Yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer”.
Don. Juan Carlos